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- Psicología
- 11/02/11 - 20:05
Tanto el talento inusual como las patologías de quienes son sordos al ritmo o al tono, obsesionan a psicólogos y científicos. Este informe profundiza en las corrientes que buscan en el cerebro las razones de tan insistente melodía.
POR SANTIAGO BARDOTTI
Memoria, percepción y creatividad
El psicólogo cognitivo norteamericano Howard Gardner, en su libro fundador sobre las inteligencias múltiples, nos dice que se puede vislumbrar cierto sentido de la diversidad y las fuentes de los dones musicales tempranos asistiendo a una audición musical hipotética en la que los ejecutantes son tres niños de edad preescolar.
La primera niña toca una suite de Bach para violín con exactitud técnica y bastante sentimiento. El segundo niño canta un aria completa de una ópera de Mozart después de haberla oído tan sólo una vez. El tercero se sienta al piano e interpreta un simple minueto que compuso jugando. Tres ejecuciones sorprendentes por tres prodigios musicales. Aunque podamos pensar lo contrario, la precocidad es la sola cosa en común. ¿Todos llegaron a estas alturas de talento infantil siguiendo los mismos caminos? Seguramente que no.
La primera podría ser una pequeña japonesa que ha participado, desde los dos años de edad, en el Programa de Educación del Talento, del maestro japonés Suzuki, y como millares de sus condiscípulos, ya ha dominado los aspectos esenciales de un instrumento de cuerdas antes de entrar a la escuela.
El segundo niño podría ser víctima del autismo, un pequeño apenas capaz de comunicarse con otros, y que está gravemente perturbado en diversas esferas afectivas y cognoscitivas; sin embargo, muestra una excepción en cuanto a su inteligencia musical, de tal manera que puede cantar en forma impecable cualquier pieza que escuche.
El tercero podría ser un pequeño educado en el seno de una familia de músicos que ha comenzado a producir sus propias obritas; una versión a los precoces jóvenes Mozart, Mendelssohn o Saint-Saens.
Gardner, argumentando a favor de la diversidad del concepto de inteligencia, tiene que apoyarse en los casos que aparecen como excepcionales y únicos. Pero, en realidad, estamos ante un razonamiento que es doble. Primero, se trata de aislar una particular forma de procesar la información del mundo, la inteligencia musical, para luego dar la gran noticia: todos, en mayor o menor medida, participamos de ella.
En efecto, para el neurocientífico (y ex productor de rock) Daniel Levitin, si hay un mito que la neurociencia de la música ha desbaratado es el mito del talento. Dice en un reportaje publicado por la revista estadounidense Wired: “No parece que exista nada parecido a algo como un gen de la música o un centro del cerebro que tendría por ejemplo Stevie Wonder y nadie más. No hay evidencia de que la gente talentosa en música tenga una diferente estructura del cerebro o una conexión neuronal distinta que el resto de nosotros; es claro, sin embargo, que volverse un experto –como jugador de ajedrez, conductor, escritor o periodista– cambia nuestro cerebro y crea circuitos que son más eficientes en ese dominio. Lo que puede haber es una predisposición genética o neuronal hacia cosas como la paciencia y la coordinación ojo-mano por ejemplo; de allí al talento hay un largo camino”.
Todos somos talentosos en potencia. La mala noticia es la regla de las diez mil horas. El número dorado, el umbral de práctica para destacarse en cualquier actividad. Esa debe ser la razón por la que el crítico George Steiner, que a la sazón considera que vivimos en una era en la cual la música ha reemplazado como matriz a la cultura clásica griega y latina, ha dicho alguna vez que ninguna obra maestra puede escribirse antes de los cuarenta años. Pero peor noticia que las diez mil horas de práctica necesarias para ser un experto es que no son garantía de nada. El mundo de la música académica en sentido amplio está plagado de instrumentistas dedicados pero aburridísimos. Entonces estamos donde empezamos.
Académico singular
Daniel Levitin es un personaje de esta época. Profesor de la universidad canadiense McGill, en cuyo centro de investigación (Centre for Interdisciplinary Research in Music Media and Technology) tiene su laboratorio, es quien con sus investigaciones encabeza de algún modo el descubrimiento del mundo de la música por parte de las neurociencias. Su libro Tu cerebro y la música. El estudio científico de una obsesión humana(This is your brain in music. The Science of a human obsession), publicado por la casa editorial RBA, constituye tal vez el primer best-séller en su género. Un libro sobre música, por más científico que se considere, o justamente por ello, no puede comenzar sin referencias personales, y Levitin tiene un pasado jugoso e inusual para un académico. Descubrió la música no de cualquier manera, sino a través de unos nuevos y espectaculares auriculares. Era el año 1969, justamente el momento en que los artistas que él escuchaba estaban todos explorando por primera vez el mundo de la mezcla en los estudios de grabación. No pasó mucho tiempo hasta que él mismo se convirtió en un productor de sonido siguiendo los pasos de Mark Needham, quien había grabado discos para Chris Isaak y Fleetwood Mac entre otros. El fue quien le enseñó cuánta diferencia podía hacerle al sonido un micrófono (lo único importante según Paul Simon, por sobre los acordes, la armonía o la lírica), incluso solo por su localización o por la calidad en los materiales de su fabricación. Pronto se encontró asistiendo a grabaciones de Aretha Franklin y Greatful Dead hasta que un día él mismo quedó a cargo de editar ciertas cintas del guitarrista Carlos Santana. Toda una educación en sí misma.
Tuvo la suerte de trabajar con muchos artistas muy conocidos pero también con muchos talentosos que quedaron en el camino. Fue entonces que comenzó a preguntarse por qué algunos nombres se transformaron en mojones de generaciones y otros tan talentosos languidecieron en la oscuridad; en relación con ello, comenzó a pensar por qué la música parecía venir tan fácilmente a unos y no a otros; se preguntó de dónde provenía la creatividad, por qué algunas canciones o melodías nos mueven tanto mientras dejan indiferentes a otros. De allí pasó a preguntarse por el rol de la percepción en todos esos procesos, la sorprendente habilidad de ciertos músicos e ingenieros para descubrir sutiles diferencias que a nosotros se nos pasan de largo. Como el productor de sonido en que se había convertido encontró que era en la psicología donde podría encontrar las respuestas a sus preguntas acerca de la memoria, la percepción, la creatividad y el instrumento en el trasfondo de todas estas actividades: el cerebro humano.
Fue así que se mudó de California a Montreal. Aunque muy bien puedo imaginar algún enciclopedista de tiempos de Voltaire en una aproximación razonada similar, esta conjunción es bien de nuestra época; después de todo como Levitin descubrió en su propio camino, el estudio del artista contemporáneo no es muy distinto del laboratorio del científico. Así no sorprende que concluya también que la música de estudio de grabación, con su invención de paisajes sonoros, con la creación de sonidos imposibles, por así decirlo, no hace más que explotar la manera en que nuestro cerebro, procesa la información. Bien pensado, desde un punto de vista evolutivo (y todo enfoque neurocientífico es un enfoque evolutivo), no podía ser de otra manera. Música (para nosotros) y cerebro es quizás el más bello ejemplo de co-evolución. Es una idea incorrecta el pensar que los organismos reaccionan pasivamente al medio. Los organismos modifican el medio en donde se desarrollan y el maravilloso medio sonoro donde vivimos es una prueba de ello.
Una melodía antigua
La música es inusual entre las actividades humanas por su ubicuidad y antigüedad. Ninguna cultura actual o pasada de la que se tenga registro careció de ella. Algunos de los objetos físicos más antiguos encontrados en excavaciones humanas y proto humanas son instrumentos musicales: flautas hechas de huesos y pieles de animales estiradas para ser utilizadas para percusión. En cualquier situación en que las personas se encuentran, por la razón que sea, la música está presente: bodas, funerales, graduaciones, marchas militares, eventos deportivos, una cena romántica, una madre durmiendo a su bebé o estudiantes preparando un examen. Incluso más aún en sociedades no industrializadas que en sociedades occidentales. Sólo de manera reciente y en nuestra propia cultura, aproximadamente hace unos quinientos años, surgió una distinción que cortó la sociedad en dos clases con respecto a este tópico: los ejecutantes por un lado y los oyentes por otro.
Se pueden enumerar otras obras en este enfoque general como la de Steven Mithen, profesor de arqueología en la Universidad de Reading (Reino Unido) quien ha dedicado gran parte de su labor como investigador al estudio de la mente humana desde una perspectiva evolutiva; Los neandertales cantaban rap. Los orígenes de la música y el lenguaje (Crítica), The world in six songs del mismo Levitin (aún sin traducción española) o Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro (Anagrama) del afamado neurólogo y Comandante de la Orden del Imperio Británico, Oliver Sacks.
Gusanos musicales
En efecto, la última apasionante colección de casos clínicos del autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (amargamente parafraseada como El hombre que confundió a un paciente con una carrera literaria) y Un antropólogo en Marte tiene a la música como su centro de atención. Algunos motivos básicos llevaron a Sacks a esta recopilación. Por un lado, un interés personal que se remonta a la década del sesenta cuando trabajaba con pacientes con Parkinson y pudo observar de primera mano el efecto terapéutico de la música. Por otro, el haber sufrido personalmente ciertos desórdenes que podían pasar por curiosidades pero que resultaron afectar a mayor cantidad de personas; en este sentido, el gusto de Sacks, por lo extrañamente familiar, fenómenos que son tan visibles que les restamos importancia (hasta que sabemos que pueden ser la cruz de algunos) como es el caso de los “gusanos musicales”; la repetición continua e involuntaria en la cabeza de cortos fragmentos musicales.
Está presente, también, la aparición de desórdenes puntuales y únicos que revelan la manera contraintuitiva en que se procesan los estímulos. Personas que sufren distintos tipos de amusia por ejemplo; sordera al ritmo –aparentemente el Che Guevara era famoso por ello– o, por el contrario, sordera al tono, personas que andan por ahí incapaces de saber que desafinan.
Están los casos que ponen en duda (falsamente) el libre albedrío (una pasión que Sacks comparte con Dr. House) como la aparición espontánea de musicofilia después de algún incidente en individuos indiferentes a la música hasta aquí y están los casos que nos hablan de la conservación de la personalidad gracias a la música, incluso en las situaciones más dramáticas, casos de pérdida total de la memoria o deterioro cognitivo producto de demencia.
Hay mucho más. Es un libro extenso con la presentación de muchas historias, relatos en general menos detallados que aquellos a los que nos habíamos acostumbrado; como si Sacks quisiera demostrar, por la acumulación de ejemplos y viñetas, la importancia y complejidad del campo en cuestión. En este sentido se complementa con el libro de Levitin; en especial en relación con el procesamiento de la emoción por sobre los aspectos más formales. Está claro también que no llegaríamos a ellos sin la clarificación del papel de estos últimos. Dice Sacks: “lo que resulta claro y dramático, aunque por fortuna raro, es la repentina y aislada pérdida de la capacidad para responder a la música emocionalmente, mientras que se sigue respondiendo normalmente a todo lo demás, incluyendo la estructura formal de la música… hablo de personas que no se hallan en un estado de depresión o fatiga y no padecen una anhedonia [incapacidad para sentir placer] generalizada”.
Para Levitin la historia de nuestro cerebro musical es la historia de una exquisita orquestación entre regiones cerebrales que incluyen las partes más primitivas y las más desarrolladas: el cerebelo en la parte de atrás de nuestra cabeza y los lóbulos frontales justo detrás de nuestros ojos. Se trata de una precisa coreografía de liberación y captura neuroquímica entre los sistemas de predicción lógica y los sistemas de recompensa emocional. La música parece imitar algunas de las características del lenguaje y transmitir algunas de las emociones que expresa la comunicación vocal pero de una manera no referencial y no específica. También emplea algunas regiones utilizadas por el lenguaje pero, mucho más que este, se apoya en estructuras cerebrales relacionadas con la motivación, la recompensa y la emoción. De vital importancia es el cerebelo donde se encontraría una especie de clave de acceso por aglutinar funciones básicas: la capacidad de reaccionar rápida, emocional y automáticamente a ciertos eventos.
La senda de la evolución
Lo que está en juego aquí para los investigadores es el papel evolutivo de la música. Se la puede considerar solamente un producto secundario en el camino hacia el lenguaje, como hace el influyente Steven Pinker, autor de El instinto del Lenguaje, una especie de lujo del homo sapiens, o creer, como muchos otros, que la música no sólo se desarrolló de manera independiente sino que potencia y utiliza recursos únicos.
Todo nuevo abordaje o al menos, todo nuevo cruce de disciplinas, pareciera que necesita volver a realizar las preguntas básicas: qué es la música, cuáles son sus componentes básicos; qué es el tiempo, cómo se lo procesa; qué es la memoria, cómo funciona; qué es la identidad; qué es real. Pareciera que apenas nos hemos movido unos pasos de las preguntas filosóficas primeras. De allí su encanto y su desazón también. Evidentemente muchos musicólogos bufarán con fastidio ante la idea de un nuevo comienzo. Un camino antiguo y largo que sin embargo recién comienza.
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