Reseña de Almudena Vidal Varela
Barcelona: RBA, 2006. 346 pp.
ISBN: 978- 84-9867-336-4
La investigación musical basada en los métodos de la psicología y pedagogía experimentales,
tecnología, sociología y antropología estadísticas y, muy especialmente, de las neurociencias, llegó
para quedarse. No solo multiplica exponencialmente sus trabajos publicados cada año al tiempo que
aumentan las sociedades, revistas, miembros que la practican y centros de formación donde se
enseña. No solo acapara la mayor parte de los pocos recursos destinados a proyectos de
investigación musical (solamente la investigación patrimonial es capaz de plantarle cara en los gustos
de los evaluadores de proyectos y e instituciones donadoras de fondos). No solo eso: también está
avanzando a pasos agigantados en la divulgación de sus resultados en públicos amplios. Prueba de
ello es el libro que aquí se reseña.
El programa de investigación principal de las neurociencias, a saber, construir una cartografía de las
funciones cerebrales y localizar las zonas del cerebro encargadas de las diferentes funciones vitales,
ha alcanzado a la música. Hace tan solo 30 años que la neurociencia de la música comenzó a
experimentar un verdadero desarrollo. Ahora, aliada con la psicología cognitiva, está aportando frutos
de valor inestimable. Las actividades musicales requieren la participación de tan diversos mecanismos
cerebrales que su investigación constituye un atractivo muy especial para los neuro-especialistas
interesados en resolver interrogantes acerca de cómo actuamos, sentimos o pensamos. En esta
corriente de “neurociencia cognitiva como un medio de establecer los límites de nuestras teorías de
psicología cognitiva” (Levitin 2008a), es donde hay que situar el trabajo de Daniel J. Levitin, profesor
de la universidad canadiense McGill, en cuyo CIRMMT (Centre for Interdisciplinary Research in Music
Media and Technology) tiene su laboratorio. Si bien el autor lleva muchos años dedicado a la
investigación neurocientífica y cognitiva tanto en Estados Unidos, su país, como en Canadá, su
carrera comenzó en verdad como músico y productor discográfico, ámbito este último en el cual
también desarrolló una importante actividad. Esa doble experiencia le otorga un plus de interés y
competencia a sus investigaciones: “en mi laboratorio utilizamos músicos y también personas que no
son músicos, con el fin de aprender sobre el rango más amplio posible de individuos. Y casi siempre
utilizamos música del mundo real [...] en vez del tipo de música que solo se encuentra en el laboratorio
neurocientífico” (p. 105).
Como mencionamos anteriormente, la aparición de obras de divulgación que tratan de acercar al gran
público las explicaciones neurocientíficas de la música, es un fenómeno cada vez menos raro.
Podemos afirmar que Tu cerebro y la música. El Estudio Científico de una Obsesión Humana
constituye el primer best-seller en su género. Su éxito solo es seguido por Musicofilia de Oliver Sacks
(2009), comentado en el anterior número de esta revista (Márquez 2009), y por trabajos similares de
psicología evolutiva como Los neandertales cantaban rap. Los orígenes de la música y el lenguaje
de Steven Mithen (2007) también reseñado en este número de TRANS (Tropea y Shifres 2010). Al
mismo tiempo este libro anticipa el siguiente trabajo de nuestro autor sobre tópicos musicales y su
relación con las teorías evolutivas, The world in six songs (2008), aún sin traducción española (Levitin
2008b).
A los aspectos fundamentales del sonido y su papel en la música dedica Levitin los dos capítulos
iniciales del libro. En el primero de ellos, “¿Qué es música? Del tono al timbre”, hace un repaso a estos
elementos básicos. El tono es el componente que comenta más exhaustivamente. Es también el más
investigado por la neurociencia musical, gracias a la actual tecnología mediante electrodos que permite
seguir con gran exactitud las activaciones neuronales durante su procesamiento. Así, es posible
visualizar qué zonas de la membrana basilar del oído se excitan con cada uno de los tonos que
escuchamos, al igual que aquellas partes del córtex que después procesan esta información,
conformando “mapas tonotópicos” que reflejan lo que oímos tono a tono. El autor sostiene que esta
precisión en la identificación de los tonos aislados indica que para el cerebro es un componente del
sonido fundamental en la relación con nuestro medio. En cambio, no se sabe tanto acerca de cómo el
cerebro analiza las relaciones interválicas en la música, a las que Levitin considera las verdaderas
TRANS 14 (2010)
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responsables en la identificación de una melodía o de un acorde. En efecto, aun modificando la
tonalidad, el tempo o la instrumentación, somos capaces de reconocer la pieza. Al tono atribuye
también un papel primordial para transmitir emoción musical, pero por razones culturales: aprendemos
a asociar estados de calma o excitación con ciertas sucesiones tonales en la música, de un modo
semejante a como aprendemos el significado de las diferentes inflexiones vocales en el habla. Con
respecto al timbre, Levitin asegura que hoy en día es el componente del sonido que acapara el
principal interés en la música occidental, “el centro de nuestra valoración de la música” (página 63), a
la vez que el más complejo físicamente y de mayor importancia en nuestra interacción con el medio.
Sin embargo, aún no se conocen bien sus bases neuronales y hemos de conformarnos con saber que
además del perfil armónico es crucial el ataque y el de momento poco conocido “flujo” (la
transformación de un sonido a lo largo del tiempo). Por otra parte, se ha descubierto que algunos
animales perciben ciertos fenómenos relacionados con el tono y el timbre del mismo modo que
nosotros (el reconocimiento de la octava o de la serie armónica), lo que el autor interpreta como una
prueba de la coevolución del oído con el entorno.
El capítulo 2, titulado “Zapateado. Ritmo, intensidad y armonía”, continúa abordando aspectos del
sonido y la organización musical. Al hablar del ritmo y de la cualidad temporal del sonido, Levitin pone
de relieve su estrecha relación con el movimiento, tanto a nivel cultural -en la mayoría de culturas
conocidas música y baile son conceptos indisolubles- como neuronal. Para él es significativo que
aquellas áreas del cerebro encargadas de gestionar y sincronizar nuestros movimientos,
principalmente el cerebelo, intervengan también en el procesamiento del ritmo musical. Otros
experimentos han demostrado asimismo que la velocidad a que se desarrolla la música tiene un gran
efecto expresivo, y que nuestra capacidad de memorizar los tempi es casi exacta, hecho que se
relaciona nuevamente con el cerebelo. En cuanto a las proporciones, el autor destaca que nuestro
cerebro tiende a preferir las que agrupan pequeños múltiplos enteros a otras más complejas; de
hecho, según Levitin, el ritmo más universal es el de la proporción 2:1. La intensidad es un componente
del sonido que también forma parte de la comprensión rítmica, al resaltar unas partes sobre otras, y, al
igual que el tono, es un fenómeno psicológico de la música ya que se mide siempre en valores
relativos. Asimismo, sigue Levitin, tenemos una sensibilidad extraordinaria para percibir las diferencias
de intensidad, por ello su manipulación se utiliza para producir efectos expresivos en la música. El
autor finaliza su repaso a los principales componentes del sonido y de la música hablando de la
tonalidad. Destaca que, aunque todavía no están claros cómo son los mecanismos cerebrales que
intervienen para decidir qué es consonancia y qué disonancia y por qué preferimos lo primero a lo
segundo, sí se han identificado las áreas implicadas en su distinción. Estas áreas son el tallo cerebral
y el núcleo coclear dorsal, nuestro “cerebro antiguo” en palabras de Levitin, partes además comunes a
todos los vertebrados. Por último, el autor explica por extenso los principios gestálticos de agrupación
de las teorías de psicología cognitiva, como herramienta de ayuda para entender muchos procesos
cognitivos en la música. Mediante la agrupación o el aislamiento de los componentes del sonido y la
música que percibimos, podemos fijar la atención en los rasgos que sean de nuestro interés, como la
ubicación espacial, temporal o el timbre.
El tercer capítulo, “Tras el telón. La máquina mental”, profundiza en el funcionamiento del cerebro
desde una perspectiva neurológica y analiza luego la psicología de nuestra percepción. Levitin
considera que cerebro y mente son lo mismo, frente a la diferenciación tradicional que definía el
primero como el órgano donde se dan los procesos fisiológicos necesarios para crear la segunda, que
comprendía el conjunto de nuestros pensamientos y sentimientos. El cerebro es descrito como un
órgano versátil, con una abrumadora capacidad de conexión entre sus neuronas, y que opera con
varios principios distintos. Al tiempo que asigna procesos determinados a áreas concretas (lo que el
autor denomina especificidad regional), también distribuye sus funciones ampliamente, de manera que
aunque sí hay zonas asociadas a un comportamiento o una habilidad determinados, no se puede decir
que haya un único centro de la música, del lenguaje o de la personalidad. Además, Levitin añade el
principio de neuroplasticidad según el cual nuestro cerebro es capaz de adaptar otras áreas a nuevas
funciones si es necesario, lo que abunda en la anterior idea de distribución funcional. El autor explica
que las actividades musicales implican a la casi totalidad de regiones cerebrales conocidas y
prácticamente todo el subsistema neuronal, de modo que actos tan diferentes como acompañar un
ritmo con el pie o seguir una canción que nos suena, activan muy diversas áreas del cerebro: el
cerebelo para sincronizar nuestros movimientos, el hipocampo para apelar a la memoria, o el área de
Wernicke para entender la letra. Al hablar de la forma en que el cerebro organiza la información
recogida por nuestros sentidos, Levitin cita a grandes psicólogos de la percepción como Helmholtz,
Irving y Shepard, describiéndola como un proceso de inferencia que implica un análisis de
probabilidades. El cerebro, nos dice, analiza por separado los aspectos fundamentales del sonido
extrayendo información de cada uno de ellos (timbre, tono, ubicación temporal y espacial, intensidad,
duración), lo que se denomina procesamiento de bajo nivel; estos datos son inmediatamente
interpretados por las regiones superiores del córtex para obtener una información con forma y
contenido, en un procesamiento llamado de alto nivel. Estos dos tipos de procesos se actualizan
continuamente y se informan de forma recíproca, de manera que las interpretaciones que se crean
durante los procesamientos de alto nivel también influyen en los de bajo nivel, lo que a veces puede
producir rellenos perceptuales u otras ilusiones. Levitin asegura que uno de los mayores atractivos de
las grabaciones musicales consiste en la explotación de ilusiones auditivas, como la reverberación, las
demoras temporales en la señal utilizadas, o los efectos especiales que juegan con nuestros hábitos
perceptivos.
Para Levitin, las estrategias de satisfacción y quebrantamiento de las expectativas de nuestro cerebro
con respecto al sonido, son el más claro punto de encuentro entre la teoría neuronal y la teoría
musical.[1] En el capítulo 4, “Anticipación. Qué esperamos de Liszt (y de Ludacris)” se aborda el tema
de cómo la música que nos proporciona más interés juega con las predicciones de nuestro cerebro, y
de cómo se crean estas expectativas. Los compositores utilizan efectos como la cadencia rota o giros
melódicos inesperados con la intención de truncar las expectativas de los oyentes, lo cual, según ha
constatado el autor, activa nuestros mecanismos cerebrales de placer y de recompensa mucho más
que la música que resulta predecible. Desde niños, escribe Levitin, vamos asimilando las pautas de la
cultura musical en la cual hemos crecido; a base de codificar algunos rasgos de las experiencias que
se repiten con frecuencia, vamos adquiriendo determinados esquemas de conocimiento, que en el
caso de la música comienzan a forjarse ya en el vientre materno. Ese conocimiento se representa en
el cerebro mediante códigos neuronales -millones de neurotransmisores y de neuronas que se activan
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a velocidades e intensidades diferentes-, de manera que recordar un dato concreto es apelar a un
código neuronal existente; la capacidad cerebral de anticiparse prediciendo acontecimientos, cree
Levitin, es un recurso para reaccionar con rapidez al medio. El autor afirma que mediante las técnicas
de electroencefalograma y de imagen por resonancia magnética es posible estudiar con bastante
aproximación la velocidad de respuesta del cerebro y la localización de los cálculos cerebrales. Así ha
podido observarse, por ejemplo, que en la respuesta neuronal a la música simultaneamos el análisis de
varios componentes del sonido, o que algunas áreas cerebrales se emplean tanto para la música
como para otras funciones. En el caso del habla y la música, añade Levitin, el descubrimiento de que
comparten algunas regiones cerebrales ha contribuido a alimentar la hipótesis acerca de un origen
común de ambas. Por otra parte, estas investigaciones han puesto en cuestión la distinción tradicional
de funciones en ambos hemisferios del cerebro.
En relación con el problema de almacenar la información, el siguiente capítulo, “Sabes mi nombre,
busca el número. Cómo categorizamos la música”, se ocupa extensamente de las teorías de la
memoria y las de formación de categorías de conocimiento. Levitin nos recuerda que la cuestión de la
memoria es clave en una actividad que se desarrolla en el tiempo como la música. Cita de nuevo a los
psicólogos de la Gestalt, primeros en plantear el problema de cómo reconocer un objeto pese a las
modificaciones de sus partes, cuando explica que la música es muy resistente a las transformaciones
de sus rasgos básicos, pues somos capaces de reconocer versiones muy alejadas de un prototipo.
Para lograrlo, nuestro cerebro realiza cálculos neuronales muy complejos seleccionando aquellos
rasgos permanentes que permiten identificar una obra musical en sucesivas versiones (giros
melódicos, ritmos destacados); según Levitin, algo que los ordenadores no pueden hacer aún. El autor
repasa detenidamente las teorías psicológicas clásicas sobre la memoria: de acuerdo con la
constructivista escuela relacional, el cerebro fija aspectos significativos del objeto o de su relación
entre el mismo con las ideas que nos despierta. Según la teoría de conservación del registro, lo que se
graba es el recuerdo exacto del objeto (esta teoría es descendiente a su vez de la gestáltica del
residuo o huella que deja cada experiencia). Siguiendo los recientes y cada vez más aceptados
modelos de memoria de huella múltiple, cada experiencia está potencialmente grabada en la memoria,
codificada en grupos neuronales que podrían volver a representarse en la mente si se efectúa la
configuración neuronal adecuada y que se pueden abordar desde distintos contextos. Aparte, Levitin
desarrolla ampliamente la historia de la formación de categorías con las que nuestro cerebro clasifica
lo que memoriza: desde las primeras categorizaciones de origen aristotélico por semejanza de sus
elementos; continuando por las que consideraban la existencia de prototipos en nuestra mente con que
los comparamos los objetos que analizamos (Rosch, Posner y Keele); hasta la teoría del ejemplar
(Smith y Medin) que sostiene que cada experiencia se almacena en la memoria junto con la
información de su contexto. Esta última ha venido a completarse recientemente con los modelos de
huella múltiple. Tales argumentaciones teóricas, dice Levitin, permiten explicar cómo conservamos
datos exactos en nuestra mente (como un timbre concreto o la letra de una canción) y a la vez formular
abstracciones (como el reconocer una obra reinstrumentada o transportada). También, asegura, el
hecho de que en nuestros recuerdos musicales se entremezclen la huella sonora junto con
acontecimientos, emociones y otra información sobre el contexto de la vivencia de esa música, es la
razón por la cual esta tiene tanta capacidad de evocación, y de por qué el trabajo de la memoria
musical en el tratamiento de algunas enfermedades está obteniendo muy buenos resultados.
Bajo el título de “Después del postre, Crick aún estaba aún a cuatro asientos de mí. Música, emoción y
el cerebro reptil”, Levitin presenta el relato de su descubrimiento de un papel antes desconocido del
cerebelo en el procesamiento emocional de la música, a la vez que brinda un homenaje al fallecido
Francis Crick, co-descubridor de la estructura del ADN. El cerebelo, la parte evolutivamente más
antigua de nuestro encéfalo (el cerebro reptil, en palabras del autor), era considerado tradicionalmente
como el encargado del movimiento así como de la sincronización de todos aquellos actos vitales que
implican una periodicidad, como respirar o caminar. Para Levitin existe una clara relación entre este
papel sincronizador del cerebelo y la música, no solo por los movimientos del cuerpo que esta implica
(reales o imaginados), sino también en su dimensión rítmica. Algunos experimentos recientes han
puesto de relieve además la conexión entre el cerebelo y las emociones, lo que el autor explica como
un rasgo adaptativo que tendría su origen en la necesidad de una respuesta rápida y coordinada en un
entorno lleno de eventualidades. Siendo la alerta por medio del sonido la que desencadena nuestras
reacciones de sobresalto más fuertes, según Levitin, la comprobación de que algunos sonidos son
enviados directamente del oído interno al cerebelo, sin pasar por el córtex auditivo, es otro argumento
en favor de esa hipótesis. Con el cerebelo se relaciona también el Síndrome de Williams, cuyo estudio
es otro de los ámbitos de trabajo del autor. Los pacientes que sufren este síndrome tienen una
malformación cerebelar, la cual los incapacita para muchas habilidades pero también los convierte en
personas muy sociables y especialmente dotadas para la música. Levitin traza por fin una descripción
completa del proceso neurológico de la escucha musical, en donde partes como el mencionado
cerebelo y otras áreas relacionadas con los mecanismos de motivación y placer intervienen de
manera determinante. Y en esta descripción, la comparación con los procesos cerebrales del lenguaje
reaparece necesariamente, pues la música, como es sabido, tiene bastante en común con aquel (la
activación de ciertas regiones neuronales, el transmitir algunas emociones idénticas, aunque la música
lo haga de un modo no referencial). Sin embargo, la música, especialmente en su aspecto rítmico,
parece aprovechar mucho más que el lenguaje las estructuras del cerebro que participan en la
motivación, la recompensa y la emoción. Además, la creación del lenguaje se opera en el hemisferio
izquierdo, mientras que la música se procesa en ambos hemisferios.
Al abordar el estudio de la maestría musical en el capítulo 7, “¿Qué se necesita para ser músico?
Disección de la maestría”, Levitin contrasta diversas posturas sobre el origen del talento que lo definen
como un rasgo genético o también como un rasgo adquirido. Primeramente cuestiona los términos
mismos de ”talento” y de “maestría” en tanto conceptos viciados, en función de qué tipo de habilidad se
valora y del éxito alcanzado. Por otra parte, expone la dificultad de estudiar los progresos a lo largo de
la infancia, pues se ha demostrado que los factores ambientales -socioeconómicos, afectivos- influyen
en el desarrollo de cualquier habilidad. El autor reitera la validez de la “teoría de las 10.000 horas” que
emerge de diferentes estudios de psicología, revelando que cualquier persona que sobresale en algo
no ha practicado menos que ese promedio de tiempo (aunque, matiza, ello no alcanza a explicar por
qué no todo el mundo que practica lo mismo logra un éxito similar). Levitin observa que esa teoría
coincide con los datos neurobiológicos sobre el aprendizaje del cerebro; para aprender se necesita
una consolidación de la huella en el tejido neuronal, y esto se fortalece por medio de la reiteración:
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cuantas más huellas neuronales se crean en torno a un objeto, más se consolida su representación
mnemotécnica; es decir, la fuerza de un recuerdo se vincula al número de veces que se ha
experimentado el estímulo original. Hay además etiquetas neuroquímicas asociadas a los recuerdos
que los marcan en importancia; el autor explica cómo la motivación y el interés mejoran la eficacia de
la memoria al provocar la liberación de neurotransmisores que contribuyen a codificar la huella
mnemotécnica. Levitin toma la emoción como un elemento clave para proponer un nuevo enfoque en la
valoración del talento musical: en las investigaciones se ha tendido a evaluarlo en términos de pericia
técnica, cuando lo que admiramos principalmente en la música es su capacidad para conmovernos.
Las investigaciones de la genética del talento, dice el autor, todavía no han arrojado conclusiones
suficientes.
En el capítulo octavo, “Mis cosas favoritas. ¿Por qué nos gusta la música que nos gusta?”, Levitin
habla de las preferencias musicales, cuándo y cómo se crean, y cuál es su explicación neuronal. El
autor repasa numerosos experimentos conductuales que confirman la adquisición de preferencias
hacia unas músicas sobre otras ya desde bebés (comenzando con las que se escuchaban desde el
vientre materno), y que muestran cómo seguimos labrando la huella neuronal de nuestros esquemas
musicales a lo largo de toda la infancia y la adolescencia. Según Levitin, la edad crítica para definir
nuestro gusto musical es en torno a los 10 años, momento que coincide con la máxima creación de
neuroconexiones y aún no se ha iniciado “la poda”, o sea la eliminación de aquellos circuitos
neuronales que se utilizan menos; esta poda comienza alrededor de los 14 años, que es además una
época en que la impronta emocional de nuestras vivencias es muy fuerte, con lo cual los recuerdos
musicales de esa etapa son muy persistentes. En la edad adulta, la creación de nuevos circuitos
neuronales es también posible, si bien mucho más ralentizada; aunque podemos aprender nuevas
estructuras musicales, con los años es cada vez más difícil la inmersión en sistemas musicales
nuevos. Otros experimentos de base neuronal indican que ciertas preferencias de los niños y de
algunos adultos pueden tener un origen fisiológico: la predilección por intervalos consonantes a
disonantes, por los tonos próximos a la serie armónica, o por ritmos regulares antes que irregulares,
son interpretadas por Levitin como una co-evolución de nuestro oído con el entorno, por ser rasgos
sonoros de mucha significación ambiental. El autor vuelve a la cuestión del equilibrio entre la
satisfacción y el quebrantamiento de nuestras expectativas musicales, crucial para que nos guste una
obra musical; una composición que viola nuestros esquemas cognitivos hasta el punto en que dejamos
de entenderla, deja de gustarnos.
El capítulo ”El instinto de la música. El éxito número 1 de la evolución”, habla de la música en tanto
fenómeno adaptativo, en contra de los argumentos que defienden la música como un subproducto del
fenómeno del lenguaje. Levitin se remonta a la teoría darwinista de que la música se desarrolló como
parte de los rituales de apareamiento, idea refrendada hoy día con varios estudios sobre preferencias
de parejas o el análisis de fenómenos sociales como el rock. Demostraciones como el baile, que en
muchas sociedades era una exhibición de resistencia, coordinación y por tanto, de inteligencia y salud,
se habían relacionado fácilmente con el cortejo y el significado sexual; el autor apunta que de hecho
algunas enfermedades incapacitan para el baile, como la esquizofrenia o Parkinson. Apoyándose en
citas a Blacking y a Cross, afirma que la destreza musical no se mide en términos de competencia
productiva, sino que es un rasgo común en las sociedades de la especie humana. Además de su
capacidad de probar aptitudes físicas, Levitin aporta datos sobre la cualidad de la música de
desarrollar otras habilidades cognitivas, por ejemplo, como preparación del lenguaje, y de favorecer la
integración social. Ejemplo de esto último son los trastornos cerebelares como el Síndrome de
Williams y el autismo, que producen en sus pacientes una afición excesiva o nula, respectivamente,
hacia la música. Asimismo, el autor opina que como instrumento de activación de pensamientos
específicos la música no es tan buena como el lenguaje, pero como instrumento para despertar
emociones y sentimientos, la música es mejor que aquel.
Son muchos los elogios que se pueden dedicar a este libro. Es una obra útil y recomendable tanto para
el público general interesado en estos temas, como para el estudiante y profesional de la psicología o
neurociencia musical. El discurso de Levitin informa con absoluta claridad y precisión, y su innegable
capacidad narrativa se apuntala con un humor constante y con la abundancia de anécdotas y
referencias a la música popular de las últimas décadas. Por otro lado, su relato está atravesado de
una cierta crítica hacia la tradición académica, empeñada en tecnicismos que ya no tienen vigencia
científica. Sin embargo, en el esfuerzo por abarcar tan diversa materia y pese a la ordenada
estructuración temática del trabajo, el libro no siempre es regular en cuanto a sus contenidos. Hay
explicaciones espléndidas, principalmente en los primeros capítulos, sobre el funcionamiento del
cerebro o sobre las respuestas a ciertos estímulos musicales. En cambio, en otras ocasiones se
echan en falta más datos científicos en lugar de opiniones, como en el caso del talento, el gusto y el
carácter evolutivo de la música. En el extremo contrario, por ocasiones se detiene en aclaraciones
demasiado extensas que se salen del tono de divulgación de esta obra, como el desarrollo de las
categorías de conocimiento. También algunas narraciones de su encuentro con científicos venerables
resultan excesivas, demorando la expectativa por entrar en los contenidos de interés del lector. Con
todo, el libro es sumamente interesante y ameno. Parte de su atractivo radica además en estar escrito
por alguien que conoce tan bien la sustancia de la música, y que logra diseccionar nuestra mente
musical sin romper nunca el misterio de lo que un día nació de las musas y hoy se oculta en interminables redes neuronales.
Fuente:http://www.redalyc.org/pdf/822/82220947031.pdf
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